Salvo Paul Krugman, que no ha callado durante toda la crisis, se echan en falta las opiniones sobre lo divino y lo humano de los premios Nobel vivos, tanto en economía, medicina, literatura, física, química y no digamos los premiados por contribuir a la paz. Krugman es el Premio Nobel de Economía de 2008. Han pasado pues ya siete años, los mismos que dura esta crisis, y un genio como él de los números y balances no ha parado de dar caña por todos los desmanes que se han producido hasta llegar al caos actual, y tampoco se ha callado a la hora de decir que muchas de las medidas adoptadas para cerrar la herida financiera son pasos dados en falso. No seré yo quien interprete a Krugman, ¡faltaría más!, pero de sus lecturas y opiniones sobre lo que nos interesa de verdad a los ciudadanos se puede desprender ese dicho tan común y conocido de “pan para hoy y hambre para mañana”.
De las relevantes investigaciones, descubrimientos y literatura de los Nobel nos aprovechamos todos como el patrimonio de la humanidad que son. Extraigo por ejemplo de “Crimen y Castigo”, obra maestra de Dostoievski lo que realmente quiero expresar (Expresar. Decir con enunciados o mediante otros signos lo que se piensa, siente o desea.decir): “Para expresar la agitación que siento, son importantes las exclamaciones y la palabra”. Por eso añoro lo que piensan y opinan los Nobel, que para eso lo son, acerca del hambre en el mundo, la guerra sin final entre Israel y Palestina, el nuevo rumbo que ha tomado Europa, o la crisis de los refugiados, que da para muchas noticias pero para muy pocos hechos, salvo el caso de Alemania que es la única que tira de este carro y que promete dejar algún día en el banquillo político a la mismísima Angela Merkel.
En un mundo tan roto y dividido, es evidente que lo que opine un Nobel se ha de entender como una declaración independiente de gobiernos, corrientes ideológicas, intereses de multinacionales y alejadas también de subvenciones gubernamentales o privadas para llevar a cabo sus trabajos concretos. Vuelvo al Premio Nobel de Economía, Paul Krugman. El pasado verano escribía que “la deuda es buena”. Se ratificaba en esta idea original (y casi única) al argumentar que “el poder de los cascarrabias del déficit siempre ha constituido un triunfo de la ideología sobre la evidencia”. Ahí voy: los Nobel deben de estar siempre al remate de los corners, símil que del que me valgo para comentar, criticar o tratar de solucionar todo lo (malo) que sucede en nuestro mundo. De ninguna manera podemos dejar todo a las casi únicas versiones oficiales que se producen de gobiernos y de sus portavoces autorizados. La crisis reciente, aún vivita y coleando, es una especie de peste social, por los millones de desempleos y desahucios que genera. Los Nobel, como hombres y mujeres a la cabeza del pensamiento, tienen la obligación de ser una especie de guías sherpas que nos aporten la luz del camino hacia el que nos dirigimos. El Nobel no es la medalla del premio y el boato, es muchísimo más. Aún es algo de lo más digno que tenemos, que genera confianza, y que pretende impulsar algo tan hermoso y valioso como la paz mundial por encima de todo. Desgraciadamente, la paz es algo caro de ver dentro de un planeta enfrentado. He aquí porque los ciudadanos necesitamos siempre la explicación mediante la palabra, la tranquilidad que genera la sabiduría, y el anuncio de que las lacras de nuestra salud llegarán tener curación algún día. Esto sólo lo consiguen los Nobel, siempre cercanos al público, presentes en el patio de butacas frente al que pasa la vida diaria.