Llamar ejemplar a un misionero es una obviedad porque el sólo hecho de lo que hacen por los demás se puede escribir un millón de veces, y todas ellas llenas de elogios. Las respuestas a los viejos problemas del mundo, como el hambre, la sed, la pobreza, la falta de medicinas, de escuelas, de atenciones mínimas, siempre se han dado en forma de dos versiones, una negativa y otra positiva. La negativa viene de las palabras vacías pronunciadas en los grandes foros internacionales y que se lleva el viento. La positiva ha venido siempre de la mano de misioneros como Miguel Pajares, fallecido ahora por el ébola, pero que hubiera dado su vida tantas veces como hiciera falta por salvar a cuantos pudiera de las terribles consecuencias de este virus mortal. La solidaridad no es ni un invento, ni es mucho menos reciente. Hombres y mujeres como Miguel Pajares están desperdigados por todo el mundo, no les hacemos jamás ni puñetero caso, salvo sus congregaciones, y tan sólo nos paramos a atender su nombre, lo que hacen, dónde y cómo lo hacen, y pasamos a lamentar su muerte por ser unos seres humanos buenos que lo dan todo a los necesitados. Seguidamente, nos olvidamos de todo.
A hipócritas no hay especie que nos gane, ni siquiera los alienígenas conocidos por las películas, pero que como la mayoría de nosotros tienen los sentimientos muertos. Lo mejor que se puede hacer por Miguel Pajares es volcar toda la ayuda precisa en África para que el ébola deje de matar. No nos tiene que preocupar tanto su expansión. Sé muy bien lo que digo porque lo que pido es mirar de cara, ¡ya!, a todos los que están contagiados del ébola, que siguen aún mal respirando en camastros de hospital que muestran la peor sanidad posible para el peor mal posible, en países y zonas abandonada a su suerte. Hoy mismo podemos leer que Estados Unidos facilitará a Liberia el suero contra el ébola. ¡Gracias, por tanta generosidad tardía! De un lado, la muerte de Miguel Pajares nos hace sentir orgullo de que no está todo perdido porque hay más como él. De otra, se me retuercen una vez más las tripas por tanta avaricia y vileza desalmada.