La tolerancia, para que sea verdadera, hay que sentirla por dentro y mostrarla por fuera. Existen tantas formas de intolerancia, que resultaría una indigestión cerebral enumerarlas una a una, aunque basadas están todas ellas en el respeto que debemos a los demás. Donde primero se conoce de cerca la intolerancia es en el colegio. No se olvida fácilmente aquel primer insulto de un compañero por fallar a la pregunta de un profesor, o el producido en el patio por no darle bien a la pelota. Los que llegaran más adelante ya no tendrán frenada, incluso aunque se esté dotado de una fuerte personalidad como parachoques. Pasar un día sin escuchar de cerca una ofensa de unos a otros es sencillamente imposible. Incluso educando en consistentes y democráticos valores, tarde o temprano te vas a topar con un faltón que tiene un carácter incívico. Nunca entenderé por qué hay personas que conviven con otras que amenazan, golpean, son crueles con los animales, y abren la boca más para rebuznar que para hablar.
A los grandes teóricos de la tolerancia, como Gandi, la violencia se les llevó por delante. Seguimos en eso que dijo de que “puesto que yo soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio”. Gandi era Gandi, y cuando hablaba de intolerancia todavía era una palabra no definida en los diccionarios. Cuando oigo a alguien declarar, sin que nadie le pregunte, que es muy tolerante, reculo. La mayor de las intolerancias que he conocido es esta crisis con su desempleo, arrinconando a los jóvenes, con tantas necesidades o comedores no subvencionados para niños de mochila sin bocadillo para el recreo. No me olvido de los desamparados de siempre en el mundo, ahora que llega la Navidad y vamos a tener por unos días buenos deseos, hasta que llegue el 2 de enero. Si algo necesita un erre que erre continuado, es la tolerancia. Para desterrarla del todo, serán necesarios nuevos mártires.