Me temo que no. Si pierdes una propiedad, ¡quién sabe!, puedes volver a tener otra con el transcurrir del tiempo. Lo que hoy es malo, mañana puede ser bueno, y este aviso también puede servir para quienes están parados y han perdido toda esperanza. Historia bien diferente es cuando pierdes una casa en la que han nacido tus hijos, viviste la infancia con tus padres, y dejas atrás una serie de recuerdos y experiencias harto difíciles de superar. Se acaba de conocer el helador dato (¿dato?) de que el pasado año se produjeron 184 desahucios diarios. Cada desahucio es una historia única, que es verdad que no ha dejado indiferente a muchos ciudadanos piadosos y solidarios, pero también lo es que otros muchos han pasado olímpicamente porque el asunto no iba con ellos. Hay una pequeña gran cuestión que contrasta entre el hecho de un recorte, una medida impopular o la pérdida de algo esencial para una vida como es una casa. La circunstancia nunca se asume y por lo tanto no se olvida, porque la llevas muy adentro aunque no hagas visible la queja.
Generalmente achacamos
los sentimientos al resultado de pensar sin dejar de señalar también como culpable benévolo al corazón. Al profundizar más, nadie sabe nada del alma que cada uno lleva dentro y le hace peculiar a la hora de tener conductas determinadas sobre temas esenciales, de esos de los que debatimos de habitual. Quien es solidario, cree que va por buen camino, y lo ve de igual manera quien piensa que subsistir es cuestión de cada cual y de lo que haga por buscarse la vida. En medio están los jueces, a veces bueno y otras no tanto. Aunque la libertad mayor de cada superviviente social está en mantener sus reglas intactas, lo que muchas veces lleva a no olvidar e incluso no perdonar jamás. Cuando se ha perdido todo, no queda mucho bueno por lo que sentir, pero tampoco puedes obligar a nadie a que perdone, pase página o directamente olvide. El rencor social es muy grande hoy.