Publicado el 12 de enero de 2009 en el Diario Montañés
Cuando toso mucho, yo soy de los que va a la farmacia con la caja del jarabe para que me den lo mismo. El nombre de los medicamentos básicos siempre se me ha resistido, y mucho me temo que no soy el único sobre la faz de la tierra. Cuando llego al mostrador de la farmacia, saco de la bolsa de plástico la caja de pastillas para el dolor de cabeza, y el tubo de pomada para lo que sea , que no viene al caso. Recordar el nombre de cualquier medicina se me hace tarea imposible. En cierta ocasión, un amigo al que le sucede lo mismo se hinchó de valor e hizo uso de la memoria para pronunciar un nombre que él creía para el dolor de muelas, pero que una vez injerido resultó ser un remedio en seco para la diarrea. Cada vez que lo recuerda, se destroncha de risa. No es para menos, aunque tuvo mucha suerte con que el fallo no le dejara impedido el trasero de por vida.
En un coche, entiendo que lo llamen 9500-X. Ahora, los medicamentos debieran de tener un lenguaje más sencillo, más de andar por casa, dada la facilidad con que los usamos (¡automedicarse, no gracias!). Los raritos nombres medicinales se juntan encima con las recetas que los expiden y la mala letra de muchos doctores que sólo entienden los boticarios, porque yo no. Una y otra profesión son admirables. ¿Qué seria de nosotros sin la aspirina y el antibiótico? Lo de no acertar el nombre de un solo medicamento puede ser también hereditario. Mi abuela y mi madre hacían lo mismo. ¡Venga a la bolsa todo lo que necesito, y voy con ella a la farmacia para que me den lo mismo! A esto se le llama pensar con la cabeza. Ni comparación con aprenderse nombres tan difíciles de pronunciar. Para cuando decidan poner las marcas en cristino, ¡todos calvos!. Será tarde para mí, porque nadie me quitará la sana costumbre de poner las cajas de medicamentos delante del farmacéutico, como quien presenta en el poker una escalera de color. ¡Qué gozada!