Antes de asegurar con rotundidad que la educación en España va por un lado y el actuar social por otro, hay que pararse en el peldaño de que una cosa es lo que aprenden los jóvenes en las aulas, y otra muy distinta lo que ven por la televisión, y ¡como para no enterarse además de los casos de corrupción política, económica y social!, en un país donde lo amoral es visto y tratado con toda normalidad. A los oídos de nuestros alumnos llega todo antes, pero aún más distorsionado. Se manejan en las redes sociales como pez en el agua, e Internet no es un misterio en nada para ellos, sean buena o mala la información que solicitan y de la que se empapan. Oyen demasiado y todo feo sobre su futuro: lo poco que van a ganar y lo mucho que tendrán que trabajar, pero no es esto lo peor. Es difícil educarles en la honradez de cada actuación que lleven a cabo, cuando en su país lo mismo se habla de los oscuros negocios de yernos en la Casa Rea, que el ex presidente de la patronal de empresarios está en la cárcel por estafa, o hay no menos de trescientos casos de corrupción política a la espera de las sentencias judiciales.
Nadie, ni Norteamérica ni mucho menos Europa, van a cumplir nunca aquella promesa que se hizo al principio de la crisis acerca de que había que crear otras reglas morales a la hora de actuar en los negocios y, de esta manera, en la vida misma. Las conclusiones que sacan nuestros estudiantes sobre la crisis resultan insospechadas. Se están educando mientras la banca y las cajas de ahorros españolas han quebrado en gran medida. Se les manda estudiar para el día de mañana, cuando sólo oyen de paro, de desahucios, de falta de créditos, de familias ahogadas, y de ciudadanos que cada día amplían el ejército de abandonados a su suerte en la calle, y que algunos imbéciles llaman exclusión social. ¡La verdad!. La verdad es otra gran cuestión en la que no se educan los alumnos españoles. En primer lugar, porque parece habitual no decirla. Y en segundo, porque el sistema en sí se ha convertido en un retorcer las palabras, complicar las frases, no llamando a cada cosa por su nombre. Se trata de unos poderes que no quieren ser claros ni transparentes, y que se han instalado en un lenguaje para ellos mismos, pero que en nada resulta apropiado para ser entendido por todos. Lastimosamente, cuando en un colegio se le manda a un niño leer un libro y hacer después su resumen, estamos lejos de lo que realmente les espera en el futuro, dentro de una sociedad muy enferma, que muchas veces no quiere distinguir entre el bien o el mal, ni tampoco le interesa.