Nacer infanta de España es crecer y multiplicarte con un pan debajo del brazo. El futuro se ve de otra manera desde la ventana de un palacio que desde la cocina tumultuosa de un pisito de cincuenta metros cuadrados donde viven siete personas. Los estatus sociales pueden converger en muy pocas cosas, si exceptúo inculcar valores que sean apreciables el día de mañana, y que sirvan para mirarte al espejo y verte como responsable, honesto, trabajador, solidario y preocupado por lo que sucede a tu alrededor. Por lo demás, una infanta no vive apretada económicamente como una cajera de supermercado. Se quiere poner acento en los muchos actos que preside la infanta y la responsabilidad de tan alto rango, pero no se dice que a cambio no te tienes que preocuparte de nada más. Ni de pagar letras mensuales, ni de tener plato puesto en la mesa, o gozar de todas las comodidades, atenciones y agasajos posibles ante cualquier situación o adversidad que atañe a la realeza. Cualquiera en España se presentaría al casting de ser infanta por un día. En los requisitos para serlo estarían la debida corrección y discreción, cuidarse de las relaciones y amistades peligrosas, y procurar no verte nunca contaminado de las polémicas del momento, que voy a resumir en una por encima de los demás: no querer ser más de lo que ya eres y no querer poseer igualmente mucho más de lo que ya tienes por tu importante posición.
La infanta Cristina y su esposo, Iñaki Urdangarin, han sido imputados por asuntos económicos turbios, pero aún no están juzgados ni sentenciados. No es salir en su defensa, pero esto de la presunción de inocencia se olvida en España ante cualquier caso de los que salen en la prensa todos los días. En lo evidente que se sabe hasta ahora de los duques, ha saltado por los aires ese buen hacer de la corrección, acuchillada salvajemente por la avaricia que ha tocado las puertas de las administraciones públicas para llevarse dinero de todos los españoles, en razón de quién lo pide, con quién está casado y de quién es hija. Este no es un caso más, porque encima se ha topado en el tiempo con otros cientos de casos de corrupción que se están investigando y que señalan con el dedo a políticos, empresarios y evasores. Enfrente de todo este negro panorama: seis millones de parados, familias muy necesitadas, hambre en la calle, recortes sociales, desahucios y jóvenes que se van de España a buscarse como puedan la vida fuera. La gente no comulga con el choriceo ni conjuga el verbo perdonar, escamados por ser tantos y tan variados los pillos. Nuestras máximas instituciones, con la Casa Real y sus representantes los primeros, tienen ante sí escoger por el ejemplo diario como única alternativa de recobrar la confianza social en lo que son y lo que hacen. Ni con borrón y cuenta nueva, ni tapando o echando tierra sobre los casos, lo van a conseguir porque esta es ya es una nueva España, la del siglo XXI, donde una monarquía se entiende difícilmente (¿república?), pero más si las conductas reales son un agravio a la verdadera forma de vivir (mal) que tienen los españolitos de a pie.