La Europa de los Reyes (España, Reino Unido, Países Bajos, Dinamarca, Suecia, Noruega, Bélgica…), ha venido conviviendo con la Europa de los Ciudadanos (en mayúscula con más motivo). Las monarquías han comprometido su futuro al presente de un continente, el europeo, herido de muerte por el paro, los desahucios, la culpabilidad de la banca en la crisis, los recortes generales, las pensiones y el futuro laboral totalmente incierto de una juventud repleta de ganas y preparación para trabajar, primeramente, y, seguidamente, independizarse. Peco de sabiondo si apuesto todo a que estos son los problemas reales de la calle, que apartan a los ciudadanos de otros compromisos, para nada irrelevantes, como son unas Elecciones Europeas o la sucesión en el trono de un país concreto, en este caso España. Un pensionista nonagenario, curtido en mil batallas y trabajador en diferentes países hasta su regreso definitivo, me relataba recientemente que cuando con la palma de una mano te golpeas sin fuerza el estómago, significa que no estás contento y nada receptivo a que te vengan con otras historias que no sea la de tener cubiertas las necesidades de la vida. El caso es que lleva razón de sabio, por viejo.
El desapego europeo hacia sus instituciones, por más que su escudo heráldico lo encabece una corona real, tiene todo que ver con la mala situación en que viven una gran mayoría de sus ciudadanos. La necesidad lo golpea todo, lo quiebra todo. Las ideas de por sí no conllevan que ese estómago del que me hablaba este buen anciano deje de rugir por hambre y suene a satisfacción. Si no se resuelven los problemas acuciantes, la respuesta social es de indiferencia, desprecio, desdén y cambios tan radicales que asustan (lo ocurrido en Francia en estas últimas elecciones). Si estos cambios no llegan mediante las soluciones reales, y no sale bien incluso que se haya relevado en determinados países a dirigentes para ver si la crisis y la prima de riesgo dan respiro, las tesis insolidarias, cerradas y discriminatorias, van a ganar más escaños.
El desencanto europeo aumenta de tamaño en paralelo a una crisis no entendida ni bien explicada, ni zanjada y enterrada. El mañana es una incógnita, no precisamente porque lo quieran los ciudadanos. El mosqueo abarca lo mismo a jóvenes sin futuro, trabajadores extasiados de retenciones fiscales, y viejos, como en Francia hoy, que claman por el mantenimiento del poder adquisitivo de sus merecidas pensiones. Insisto que esta es la realidad de unos hechos que son apreciables para todo aquel que los quiera ver, que no siempre es el caso, porque hacer de lo blanco, negro, se ha esgrimido como estrategia de base para empequeñecer Europa. Las miras deberían dirigirse a que los cambios para mejorar terminan tarde o temprano por tener un reconocimiento general, no así los parches mal pegados. El caso es acertar con esos cambios que son antes prioritarios para los ciudadanos, acostumbrados además como los europeos (también es cierto que hace mucho) a que seamos consultados. Las políticas llevadas a cabo desde Washington, Bruselas y el FMI inducen de por sí a la mayor contestación y a pedir referendums de muy diversa índole. Un ejemplo viene de que diez países europeos tienen en común su monarquía parlamentaria, que no es lo mismo que los ciudadanos aprecien como común la existencia de estos tronos. Ha sido y es la unión (y la Unión Europea) la que fortalece la vinculación ciudadana a un todo, o a un nada. Menudo dilema que tiene Europa, sus monarquías, sus gobiernos, y los ciudadanos que tan sólo somos ya consultados para votar cada cuatro años.