Publicado el 6 de febrero de 2010 en el Diario Montañé
Por culpa del terrorismo, una de las cuestiones que de forma más vertiginosa han cambiado del siglo XX al XXI es coger un avión. Ya lo dice el título del gran libro de Juan Marsé: “Si te dicen que caí”. Hay en él una frase referida a tener que operar, pero que se parece ya hoy a un control rutinario a la hora de ir pasando puertas dentro de un aeropuerto: “Acérquese… Presionando con los dedos el duro vientre, tanteando los huesos de la pelvis. Hay que abrir enseguida, dijo el otro, y en sus manos ella notó más delicadeza, más calor al subirle la falda hasta la cintura…” No crean que la referencia es tan exagerada. Por no palparle en sus partes para detectar el pañal-bomba que llevaba puesto, el nigeriano de 23 años Umar Farouk Abdulmutallab por muy poco no hace estallar en el aire el vuelo 253 de Northwest Airlines, con casi 300 pasajeros a bordo, que ya pueden dar gracias de por vida a que a este descerebrado le fallara el artefacto y sólo se quemara las piernas. El hecho ocurrió encima el día de Navidad, con el impacto emocional que eso tiene en Estados Unidos y, por extensión en Europa. Antes del último plan del maligno Bin Laden y su Al Qaeda, ya estaban bastante imposibles los aeropuertos americanos e ingleses. Ahora, la psicosis se ha extendido a todo el mundo y ya hay pequeñas naciones como Holanda que superan en drásticas medidas de seguridad al país con más aviones y aeropuertos del mundo. En parte, la culpa la tiene esta frase: “Detrás de mí vendrán otros”. Se la dijo este tontaina de los calzoncillos abultados al FBI en un interrogatorio que, al parecer, puso de manifiesto también la advertencia de que hay otros locos como él en Yemen, entrenados y preparados para actuar pronto. Relató el terrorista capturado que fue entrenado durante más de un mes por Al Qaeda, que le facilitó 80 gramos de un explosivo mortal, cosido en su ropa interior, con lo que consiguió burlar los arcos de seguridad del aeropuerto, salvo que se le hubiera desnudado.
Barak Obama se parece a Alfredo Pérez Rubalcaba, el Ministro del Interior de España, cuando dijo sobre este atentado frustrado que hay que ir de inmediato a la caza y captura de los malos para ponerles a disposición de la justicia y que paguen por sus fechorías. La reacción es buena, directa al ciudadano, que al mismo tiempo ve como los controles aeroportuarios dan un vuelco total y se abre el debate público de si es necesaria tanta seguridad a la hora de coger un vuelo. En la medida en que cada pasajero tenga una anécdota desagradable que contar, la tensión sube de tono. En las escuelas de azafatas, hoy auxiliares de vuelo, ya no es lo más importante la sonrisa y la atención. Sigue existiendo, evidentemente, pero ha bajado puntos mientras asciende la seguridad antes que nada, llevada a extremos en el chequeo al pasaje, la rigurosidad del equipaje de mano, el no a llevar líquidos u objetos metálicos o moverse lo justo por el avión. Pocos lo expresan, pero una vez dentro de la aeronave, los pensamientos y recelos son los primeros que se disparan. El debate de la seguridad ya empezó cuando se impuso la presencia de un pasajero miembro del orden y seguridad de los Estados. En qué vuelos va, nadie lo sabe, porque pensamos que están en todos, y de ahí lo tienen que imaginar también los terroristas suicidas.
Mi posición es que todo lo que sucede es consecuencia directa de nuestras propias actuaciones, las de los seres humanos. Esta última bomba la “justifica” Al Qaeda por el trato internacional que se da a la Península Arábiga, pero mañana puede haber otra excusa como que alguien ha construido una minúscula bomba, se la ha metido en el culo, sube a un avión, y lo hace explotar porque en su instituto no era líder o protagonista. Es el complejo social monstruo que nos hemos creado. Unos locos de atar lo hacen en el aire, y otros disparan dentro de un colegio, matando a profesores y a alumnos de forma indiscriminada. ¿Qué les hace actuar así? Este idiota de 23 años se cree un mártir dentro de una causa, cuando no un héroe porque así se transmite desde las terminales mediáticas del grupo terrorista del que forma parte. Claro que detrás de él vendrán otros, para desgracia de los demás. Lo sufriremos en propias carnes a la hora de coger un avión u otro tipo de transportes. Si la bomba ha viajado ahora en un calzoncillo, el medio de transporte en el futuro será más sofisticado. Es como las mafias de la droga que lo mismo envían cocaína en el impregnado forro interior de ataúdes de lujo, que en una colección de ropa de pasarela, cuyos tejidos valen realmente para colocarse. Lo de una bomba en el calzoncillo, me demuestra que la civilización está más en su autodestrucción que en hablar a través del micrófono central del edificio de Naciones Unidas, en Nueva York. Me temo que implantar escanners corporales que te ven de arriba abajo y de dentro para afuera, es un mal menor. Más temo que el gesto cordial del pasajero hacia alguno de los 4.000 agentes de seguridad que AENA tiene repartidos sólo en los aeropuertos españoles y viceversa, forma ya parte del pasado. A fin de cuentas, es lo que nos hemos ganado a pulso por actuar como lo hacemos entre nosotros mismos. Aeropuertos 2010, ya no tiene nada que ver con aquellas películas sobre aeropuertos de los años 70 y 80, donde, al final, todo acababa bien. Que hoy finalice así, depende de unos servicios de seguridad que no paran durante las 24 horas del día, al igual que los terroristas, pensando en cómo hacer más daño la próxima vez que actúen.