Publicado el 26 de enero de 2010 en el Diario Montañés
Cuando cambia la fisonomía de una ciudad, los vecinos no reaccionamos de la misma manera. Las aceras se convierten en aceronas, excesivamente grandes para mi gusto en algunos tramos, y las antes amplias carreteras para los muchos coches que circulan, se estrechan hasta convertirse en carreterucas. Cuando uno hace de paseante lo ve de una forma, pero cuando sube al coche y circula por el interior de la ciudad, el exabrupto crece por momentos. Todo encoge, queda muy bonito, ¡demasiado todo en su sitio!,. pero la gran pregunta es: ¿qué hacemos con los coches? Puestos a preguntar, las ciudades siguen acogiendo muchos negocios, especialmente pequeños talleres, y la distribución a través del reparte de camiones y furgonetas es un negocio en si mismo que factura millones al año, pero que ya no giran bien por muchas calles y avenidas. ¿Quién les ha preguntado?
Entiendo perfectamente que las ciudades progresen, empezando por el urbanismo. De todas formas, prefiero el urbanismo ancho que estrecho de miras. Los arquitectos del XXI dan prioridad a la persona antes que al hormigón. En este sentido lo hacen mejor que la ONU o que Europa, últimamente. Los barrios son como los pueblos, hay que preservarlos lo más que se pueda. Cuidarlos, ¡sí por supuesto!. Pero pasa que cada vez pierden más identidad, porque el centro de los cascos urbanos se despejan, y todo, especialmente los coches, van a parar al primer callejón que pillamos. La vida la vivimos dentro del cuerpo que nos envuelve y a través de los ojos que fijamos en todo lo que nos rodea. Presentar un proyecto en forma de churro crea controversia, mientras adelgazar las calles por donde han de pasar los coches sólo crea estrés. Siempre ha habido debates y debatucos.
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