Search
Close this search box.

ELOGIO DEL SILENCIO

Publicado el 10 de enero de 2011 en el Diario Montañés

Ya nada se hace en silencio. El silencio siempre ha sido para los ladrones de guante blanco su mejor herramienta para no ser delatados por las alarmas y los guardianes de los grandes museos del mundo. En los templos, en los teatros, en los cines y demás lugares propicios para el silencio, escasean las personas que lo pedimos. Es tan fácil como poner el dedo índice de la mano en mitad de nuestra boca, tocando con la yema la punta de la nariz. Podría enumerar un sinfín de ejemplos en los que romper el silencio resulta mitad mala educación, mitad estupidez de quien habla donde no debe y encima lo hace en voz alta. Nunca entenderé a estas personas que van a un balneario para seguir hablando dentro del agua lo que repiten hasta la saciedad en la calle. El culto al cuerpo es pareja de hecho del silencio. El uno sin el otro, no se conciben.

El teléfono móvil se ha convertido en el peor enemigo de los silencios cuando corresponden. Pocos lugares quedan ya donde no esté colgado un cartel con la conocida señal de tráfico de prohibido, y en el centro de la misma el dibujo de un móvil. En la misma consulta del médico, para recoger nuevas recetas o contarle al buen doctor los primeros síntomas de gripe, el móvil cruza conversaciones de lo más dispar, que no interesan para nada al resto de pacientes, excepto a los cotillas. Nos hemos cargado los silencios obligados y la gente grita en el autobús, en el ascensor, en una cola, y en los cafés que son zonas neutrales, más propicias para las conversaciones pausadas.
Para hablar cuando se debe y lo justo, hay una buena lección para mayores y pequeños en el Quijote. Le dice Don Quijote a su fiel Sancho Panza: «No te enojes, Sancho, ni recibas pesadumbre de lo que oyeres, que será nunca acabar: ven tú con segura conciencia, y digan lo que dijeren; y es atar las lenguas de los maldicientes lo mismo que querer poner puertas al campo (…). El mayor exponente actual de no hacer silencios cuando se deben son las tertulias de televisión. Existe en la programación nacional un debate en el que, cuando hablas de más, el micrófono desaparece bajo la mesa. Los que hablan en otras muchas tertulias se pisan la palabra unos a otros, sin dejar acabar la idea al de enfrente. Lo más probable es que directamente se insulten, sin que el telespectador sepa si va de veras o es un camelo previamente acordado para que el programa vaya por derroteros de agresividad teatralizada. Vivimos dentro de una sociedad donde todo se copia, desde los bolsos Gucci, a hablar con el de a lado en elevado tono de voz mientras una orquesta borda encima de un escenario la Novena de Beethoven.
Hay otra cosa que me incomoda, y echo tanto la culpa a zoquetes como a responsables de instalaciones. Me refiero a reivindicar el silencio donde debe abundar por razón del lugar que pisamos. Cuando presenciamos bullicio en una biblioteca sin exigir silencio es que no nos respetamos lo suficiente. Y lo mismo digo cuando acudimos a la cita con nuestro culto religioso, y permitimos que personas sentadas en el mismo banco estén hablando de la crisis o de Zapatero. Un conductor de autobús municipal es poca patrulla para recordar a algunos jóvenes que la libertad propia queda en cuarentena cuando traspasamos el respeto a los demás mediante los gritos, el insulto o la blasfemia. Uno debería escuchar siempre lo que quisiera. La mayoría de las noticias serían, así, felices, y las personas viviríamos mejor. Soñar en voz alta en todo caso, porque la realidad diaria es otra. Desde que sales de casa, se impone bravucón el ruido, el griterío y las palabras malsonantes. Se repiten a miles en cada jornada, en la calle, en el trabajo y en las propias escuelas. Ha llegado el momento de reivindicar que el silencio es una expresión de vida. Y que podemos y debemos hacer muchas cosas en silencio. Desde leer un libro, estudiar el examen de mañana en el instituto, a escuchar bien la pregunta para contestarla del entrevistador que ojea nuestro currículo y nos puede proporcionar ese primer trabajo. Aprender a hablar se logra pronto; hacerlo con sensatez, es otra cuestión. En escuchar se tarda toda una vida, y cuando nos topamos con alguien que sabe hacerlo, nos impresiona.
Posdata: decidí escribir este artículo cuando acudí estresado en busca de paz a un balneario, y me encontré a un buen puñado de borregos dentro de la piscina, hablando, gritando e incluso haciéndose fotografías. Desesperado ya en un determinado momento, me dio por pensar que de un momento a otro iba a emerger del agua algún descerebrado hablando por un móvil acuático. Ni qué decir que salí del lugar peor que entré, por mi propia culpa: debía de haber reclamado el favor del silencio, pidiendo a los ruidosos que mantuvieran su boca cerrada.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *