Publicado el 19 de julio de 2010 en el Diario Montañés
Transmitir simpatía debería ser una exigencia a vigilar para trabajar de cara al público. Estoy harto de ver caras largas detrás de mostradores, y lo mismo podría llamar su atención respecto a algunos que atienden mesas. No me atrevo a decir que se ha perdido la educación en estos supuestos de la introducción, pero sí que hay personas con suerte porque tienen un trabajo, y para colmo nunca van a comportarse dentro del mismo como recomienda la cortesía. En su gran mayoría, el público acostumbramos a tragar con malas contestaciones y comportamientos, pero no es menos cierto que van en aumento quejas y denuncias presentadas en todo tipo de establecimientos, y pongo por caso cuando te dejan durante días tirado en un aeropuerto, sin ofrecerte siquiera un triste bocadillo. Hay tiendas en las que parece que te hacen un favor porque les compras. La crisis saca punta a todo, desde los precios a la baja, a la mejora atención a los clientes que escasean, porque de repente nos hemos puesto a ahorrar y gastar lo justo. Un profesional con unos estudios superiores concretos que termina trabajando en algo que no le gusta, es muy difícil exigirle esa sonrisa. Pero hete aquí que este no es el problema del cliente de una gran superficie, de una pequeña tienda, de un supermercado, o de un bar o restaurante. Enumero estos supuestos porque es donde más padecemos los clientes esos rostros idos de algunos dependientes que, llevando sólo una hora de trabajo, ya están deseando que acabe la jornada laboral.
Con estas maneras, es imposible llegarle a nadie y no es de extrañar ese anuncio televisivo de quien hace cola, le atienden ya, y ante el careto de la cajera le aconseja tomar una determinada marca de barrita de cereales, que le haga más feliz. Hay muchos casos buenos que se abren camino entre la creciente descortesía. Correos, por ejemplo. En la sucursal donde echo mis cartas, a cualquier hijo de vecino le dan una y mil explicaciones encantadoras para que el contenido del sobre o paquete llegue correctamente a su destino. ¡Ojo!, que en las colas hay también mucho intolerante, y en los centros comerciales y otros negocios hay devoluciones de compras que son para como para salir en las páginas de sucesos. Me vienen a la memoria otros escenarios a mejorar. De vuelta a los aeropuertos y aviones, ya no son lo que eran. Los “avionucos” de ahora son tan estrechos por dentro que los auxiliares de vuelo tienen que escasear por narices. A veces, te narran lo del chaleco salvavidas en tantos idiomas, que se olvidan de la lengua nacional. En las grandes terminales, los eternos pasillos y las máquinas, han sustituido a la bienvenida calurosa de un personal que se ha hecho, a la fuerza, también más mecánico.
¡Y qué quieren que les diga del teléfono..! Hoy, sencillamente, te avasallan en el fijo de casa o en el móvil. Te llaman sin conocerte de nada, apenas te preguntan, y ya te están vendiendo un seguro de vida, otro del hogar o el de última generación, que es uno por si te quedas en paro. Reconozco que me ha dado siempre corte no atender bien a estos salteadores de mi línea privada, a los que no veo el rostro y nunca antes les había dado confianza alguna, ni mucho menos mi número de teléfono, para usarlo así de mal. Si paso del móvil al correo electrónico, me podría perder en insultos. Cada día, me llegan mensajes de extraña procedencia para convencerme de que viaje, compre viagras, coches, participe en concursos, haga más relaciones personales, o adquiera la última máquina para hacer ejercicio, fácil de utilizar y después plegar. Día tras otro, más de lo mismo: seleccionar mensaje que no quiero y borrar. Cada vez que me preguntan en un cuestionario por mis datos personales, no lo pienso un instante, nada de nada. En este país nuestro siempre se ha mostrado poco respeto hacia la intimidad de las personas. Hablar, se habla mucho de ello, e incluso hay eso que se llama protección de datos, pero no se cumple. Este asaltarte por teléfono o por Internet, tiene menos reglas aún de educación. No quiero dejar de citar los momentos elegidos para molestarte. Lo mismo les da que sea hora de comer, que los veinte minutos de sofá que tienes, antes de regresar por la tarde al tajo Podría entender que me llamara un banco con el que tengo cuenta, pero que me mensajeen todos los que están en el mercado, y a cuyas sucursales nunca he entrado, ¡es un misterio para mí!
Todo esto de atender adecuadamente al público y, por supuesto, mejor, tiene que ver, claro está, con la formación de los que primero van a una escuela y luego terminan en un centro de trabajo, incluso pasando antes por la universidad. Alguien antipático, no debería tener ningún tipo de contacto con quien tiene un impreso de cualquier tipo por resolver. Todo el que lo quiera, debe de tener un trabajo, pero los hay que pueden hacer mejor labor en el banquillo, símil que utilizo para esos otros puestos de supervisar papeles, rellenar expedientes, y compartir mesa con otros parecidos a ti. De la mala opinión que existe hacia determinadas profesiones, tienen más culpa los que se comportan frente a los demás de manera soez y rancia. No cuesta nada atender siempre bien a quien te llega con una solicitud concreta para que le digas cómo hacerlo bien. No me extraña que algunos ciudadanos acudan a determinados organismos con el temor de cómo le van a contestar. Con el público, lo primero saludar; lo segundo, atender educadamente con una sonrisa; y para acabar, ayudar a la persona y explicarle educadamente cuantas veces sea necesario como resolver el asunto que lleva entre manos. Como parte del guión, toda persona debería abandonar un organismo o un negocio con la satisfacción de haber recibido la mejor atención posible.