Publicado el 16 de enero de 2010 en el Diario Montañés
Por regla general, no hay mayor “desastre/risión” que vernos limpiar a los hombres nuestra casa. Estamos hechos en la creencia (yo el primero) de que nuestra labor de macho en la sociedad es ya suficiente tarea de por sí, como para tener que recoger y lavar los platos después de comer. Claro que esta regla no la aplicamos lo mismo para el coche, la moto y “nuestras cosas”. No hace mucho, me contaba la otra parte de la pareja, que su novio cumple con la limpieza de la casa, pero que no sabe (o no quiere) hacerlo como es debido. Vamos, que piensa que para dejar como los chorros del oro un baño, basta con pasar un trapo por encima de los sanitarios. Dirá quien me conoce más de cerca que tengo una jeta que me la piso por vender consejos que para mí no tengo. Estas cosas no hay que escribirlas, hay que practicarlas. Ponerse a ello no es difícil a nada que un día mires de frente al caldero, la rodilla, la fregona, y los utensilios de limpieza, para dejar el suelo de la cocina mejor que el tal Mister Proper.
Otra de las muestras es que si un día (que lo dudo) limpiamos a fondo, sacamos pecho, se lo contamos a todo quisqui, y lo hablamos hasta la barra del bar como gran anécdota personal que nos hace sentirnos más hombres. Hay va otra: cuando han pasado quince días, te dice la jefa que la casa necesita de una limpieza general. “¡No jorobes, pero si la hemos limpiado juntos hace un mes!”, clamas al cielo. La señora te mira con ojos asesinos, mientras sales de casa poniendo pies en polvorosa aludiendo a que tienes mucho trabajo en el taller o en la oficina. Somos un caso y, en educación en la materia, mucho me temo que los tíos seguimos igual de cortos que siempre. Esto es como comer con la boca cerrada, lo que no se ve en casa, no se aprende ni mucho menos se practica. Hay que tener un poco de vergüenza torera y, en cuestión de limpiar la casa, acabar con esa frase tan cierta de ellas de que no valemos para nada.