Cuando alguien vive con total normalidad sus indecencias, sólo una sociedad fuerte y democrática, del lado de los auténticos valores, puede hacer saltar por los aires la utilización del poder para cometer rapiñas continuadas, que pueden llegar a generar una corrupción crónica. El actual escenario nacional de causas abiertas por tramas de todo tipo, que ha buscado en el dinero de todos el lucro personal, está presente de norte, sur, este y oeste de nuestra geografía. Aquí no se salva ni el apuntador, aunque antes fuera ministro de Economía y Hacienda y primer español en dirigir el Fondo Monetario Internacional. A lo que se ve, hablar de regeneración es una cosa y, hacerla, otra bien distinta. La indignación pasa por el enojo de un momento, sigue con el enfado más duradero, y llega a la ira estacionada permanentemente, al asistir a un caso tras otro de corrupción, avaricia y deslealtad hacia el Estado que sustentamos entre todos.
Es como si el tiempo de los cuentos y las falsas declaraciones, que no son otra cosa que mentiras, estuvieran tocando a su fin, para de esta manera hacer verdad que hemos entrado en un siglo nuevo que ansia proscribir corruptelas, acabar con depravaciones y encerrar a rateros de guante blanco. El hedor de todo esto es insoportable, porque reconocer habernos acostumbrado a chorizos y maleantes sería nuestra perdición y de los que van detrás de nosotros en edad. No dejo de toparme con jóvenes a quienes les repugna todo lo que a diario se cuenta en este país sobre una nueva corrupción. ¡Bien por ellos!, porque esta es la actitud de país que necesitamos.
Donde mejor deben desarrollar su intimidad los indecentes es entre rejas. La democracia, como forma de gobierno menos imperfecta de todas las que existen, paga por ello un alto precio en forma de traición y degradación de conductas que debieran, por su gran responsabilidad, ser intachables. No ha sido así a lo largo de la historia, y es ahora cuando le debemos (¡qué ironía del destino!) a una crisis canalla e injusta, el que caigan en cascada corruptos y farsantes, de esos que predicaban por la tele que lo que padecemos es fruto de gastar más de lo que tenemos, o que hay que trabajar mucho por poco, y también que nuestras vidas de ahora en adelante deben consistir en apretarse el cinturón mediante más ajustes y recortes. Es decir, nada de lo que se han inculcado para ellos, tan ricos de por vida como son, aunque no les valdrá para sortear el desprecio a los ojos de los honrados. La honradez se construye a base de trabajo, ejemplo y perseverancia. Tres grandes esencias para quien aprovecha bien su vida, que no existen en la intimidad de los indecentes.