El machismo es una de las heridas abiertas dentro de la convivencia, y hay que soportarlo en el lenguaje, el trabajo, la educación e incluso la justicia. Cuando se escucha decir a una mujer triunfadora que el acusado es su esposo, y ella no se enteraba de lo que él hacia ya que se limitaba a firmar lo que le presentaba, es desgarradora esta falsa imagen que se presenta de la mujer en la sociedad. Desde los padres que educan a sus hijos en la igualdad, hasta las jóvenes colegialas que mañana van a elevar miras a otros estudios o profesión, ya está bien de situar (cuando interesa) a la mujer en la inocencia, la sumisión intelectual a sus maridos o, directamente, que han de dedicarse a sus labores. Una de las viejas hipocresías que reaparecen cada dos por tres es ésta: el machismo rancio. No es otra cosa, y no se le puede llamar de otra manera a la actitud y comportamiento de quien discrimina o minusvalora a las mujeres por considerarlas inferiores respecto de los hombres.
No es menos asqueroso mantener viva la idea de que el machismo sigue muy arraigado en nuestra sociedad. El principal culpable es el hombre, y una sociedad hecha a su medida. Pero creo que no puede haber madres cómplices, hijas formadas en el continuismo, un seguidismo a todo lo que diga o haga el macho, y que todo esto sea aplaudido como la normalidad en la que toca vivir. El insulto a las mujeres está presente en muchos mensajes que percibimos al cabo del día. Hay un montonazo de anuncios que, a falta de talento, muestran el desnudo femenino, pero es que para vender una escoba, detergente o cositas de niños, los hombres no aparecemos para nada. Se quiere hacer retroceder a posta a la mujer en todos sus logros y derechos. No encuentro otra explicación a presentarla en inferioridad de condiciones, en ocasiones con su propia colaboración, como esta de que el marido manda, lo lleva y dirige todo, y la mujer se dedica a sus labores entre las que se encuentra firmar todo lo que se la ponga por delante, sin mediar pregunta alguna.