Publicado en el Diario Montañés el 15 de abril de 2012.
Hemos pasado de comer y cenar a diario en nuestros restaurantes favoritos, con reserva previa, a dejarlos como un solar porque hasta los clientes asiduos han desertado. Las dos palabras más actuales para describir esta crisis son “miedo” y “tacañería”. Es verdad, a la fuerza, nos estamos haciendo roñosos. Todo lo que pase de cincuenta euros, ¡qué digo cincuenta!, de veinte euros, nos parece un mundo. Nuestras tiendas hacen mes a mes mejor promoción que la anterior, y pasamos de largo de sus escaparates. Los restaurantes se acomodan al bolsillo de la nueva clientela, pero ni así. Antes había comidas de pareja, de compañeros de colegio o mili, de empresa y las llamadas oficiales; de un día para otro nuestros hosteleros piensan si vale la pena seguir abiertos. Lo peor que ha traído la crisis es el pánico en vena, y siempre he dicho que hay que medir mucho las palabras porque la gente nos creemos todo y, de ahí, a dormir mal, no va nada. Con miedo o no, estamos siendo muy despiadados con nosotros mismos al no mover el motor que mueve la economía: el consumo. Por pudor, y menos en plena calle, no decimos lo que gastamos y en lo que nos cortamos. La realidad de los números negros se impone a la fuerza, pero hay que seguir en la perra lucha cotidiana y decir basta entre todos a la situación imperante. Que el Estado y los bancos ahorren tanto, no tiene por qué significar que los demás nos privemos repentinamente de todo. El que se hace hoy tacaño (no por necesidad, quiero aclararlo), se hace un flaco favor para el mañana e hipoteca más el presente de nuestros comerciantes que saben de sobra lo que ocurre, sin necesidad de hundirles más. Pasarse no es saludable, pero meterle tanta frenada general al gasto, mucho menos.